Nunca antes, en los diez años de vida de Javier, había sentido su mirada de esa forma.
Él siempre me había mirado con una alegre curiosidad, al mismo tiempo que lanzaba su catarata de preguntas, con esos ojos tan atentos a todo y con ese deseo incontrolable de conocimiento; como grandes ventanas abiertas a una vida donde, día tras día, casi todo es nuevo para él, incluso lo que ya conoce.
A veces su mirada es de respeto (sobre todo si me ve enfadado…). Si adivina que estoy bajo de ánimo, entonces su mirada es de preocupación, al mismo tiempo que me coge la cara entre sus manos y pregunta angustiado varias veces “¿Qué te pasa?¿qué te pasa?”.
Detrás de sus gafas, tan necesarias para él, sus ojos expresan casi siempre felicidad (aunque también sabe fingir miradas tristes para ver a quien se camela…)
Hace unos días al irse a dormir, estando ya metido en su cama y sin sus gafas, me tumbé junto a él y le miré a los ojos a pocos centímetros de distancia, fijamente. Y descubrí en su mirada, ya cansada del día, una expresión nueva, que venía a decir más o menos: “Papá: yo ya sé que en esta familia todos me queréis muchísimo, pero necesito que, además de quererme muchísimo, dejéis de tratarme como a un muñeco o a un niño pequeño. Ya no soy tan pequeño. Os pido que me consideréis ya un niño mayor”.
Y es que la mejor manera de conocer las necesidades de una persona es mirándole a los ojos. Se dice que la cara es el espejo del alma, pero yo creo que además la esencia de un rostro está en su mirada.
Quizás miramos poco a los ojos de la gente. Quizás nos da miedo. Quizás, con demasiada frecuencia, damos por hecho que ya conocemos bien a las personas que tenemos más cerca. Quizás andamos siempre muy ocupados con muchas cosas que hacer, que preparar, que anticipar…
Miremos más a los ojos a las personas que queremos. Seguro que descubriremos cosas que ignoramos, de ellos y de nosotros mismos.